Era una tarde cualquiera en mi habitación, no había ruido, ni llamadas, ni equipo conectado. Solo yo, el control en la mano, FC25 cargado en la pantalla, y esa sensación de querer jugar sin presión, pero mientras el partido empezaba, algo me picó por dentro. Me dije: “¿Y si lo relato mientras juego?” No había público, pero sí pasión, activé el micrófono, me acomodé en la silla y comencé.
Presenté el partido como si fuera una final internacional. Presenté a mis jugadores, alineaciones, cada jugada la narraba con emoción, como si miles estuvieran escuchando. Y aunque estaba solo, sentía que el relato me acompañaba, me metía más en el juego.
El partido fue una locura, goles iban y venían. En el minuto 89, íbamos 9-8. El rival presionaba, y yo gritaba: “¡Vamos, solo un gol más!” Recuperé el balón, armé una jugada rápida, y marqué el décimo. 10 a 8, terminado mi encuentro en un partido con final agónico.
Cuando terminó, me quedé en silencio unos segundos. No por cansancio, sino por emoción, había relatado, jugado y ganado todo al mismo tiempo y
aunque nadie más lo vio, para mí fue uno de los partidos más épicos que he vivido.